domingo, agosto 18, 2013

La estación de tren y la niña.



El carrito de la compra hacía un molesto chirrido. Una especie de quejido agudo cada vez que las ruedas daban la vuelta. La niña tiraba de él sin interés mientras se concentraba en la calle a su alrededor, el aire, los ojos de la gente, las aceras desgastadas, sus pies andando al ritmo de una canción imaginaria.

Cruzó el paso a nivel que la separaba a su casa y observó que había una caseta de vigilancia abandonada a su lado. Y un poco más allá una estación de tren abandonada. La ciudad se había ido construyendo a su alrededor. Al construirse una nueva estación y con el pasar de los años había sido olvidada, tapiada, y con un enrejado tan sucio cercándola, ni siquiera los vándalos quería acercarse a ella. 

La niña, que poseía el poder más hermoso y a la vez el más terrible del mundo, lo desplegó sobre aquel trozo del mundo. Tenía el poder de ver como había sido en el pasado, haciendo recomponerse las losetas rotas del suelo, los papeles tirados, volver a su sitio dentro de la oficina del revisor, el árbol que había atacado el tejado, metiéndose dentro del edificio se echó para atrás y el techo, que había caído por el peso de la planta, volvió a su lugar. Vio a la gente comprar billetes para el pasado, y a niñas llorosas volver a ver a ese chico que se fue a la gran ciudad y jamás volvió. 

La niña volvió al presente, y decidió ver el futuro. Unas máquinas demoliendo el edificio, destruyendo el pasado, al que ya no se podía volver, y convirtiéndolo en un futuro mejor para aquellos que permanecían con vida.

Pero la niña no tenía solo el poder de hacer nuevo lo viejo, o de destruirlo. Se decidió a entrar dentro de la estación, y a utilizar su magia más poderosa, una magia que solo poseen los niños, y sin hacer grandes reformas, convirtió aquella estación en su fortaleza y castillo, que un dragón plateado se encargaba de custodiar, pasando todos los días a las 8 de la mañana y luego, a las 5 de la tarde como un verdadero trueno, haciendo temblar la calle a su paso, atemorizando a todos con un terrible rugido.
Se hizo un trono allí donde el sol recaía al atardecer, y las hojas de papel del suelo eran pétalos de rosa que habían sido puesto allí en su honor. Más tarde subió al árbol, que resultó ser su mejor amigo, que había decidido visitarla, y en cuya protección podía observar el mundo que vivía allí afuera.
Un mundo de fantasmas que no eran capaces de ver en ella su gran poder, ni en el castillo la belleza. No podían ver en el árbol un amigo, ni en el tren a su fiel dragón. ¿El ser adultos los había cegado para siempre? ¿podía ella hacerlos ver?

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