Al llegar las ocho al ladrón le llegó una misiva, en ella aparecía su nombre escrito en rojo con una pulcra letra. Nada más ver la carta deslizarse por debajo de la puerta el ladrón tembló. Se despidió de su familia y huyó.
El asesino que había de matarlo se hallaba apostado como un gato en lo alto de un edificio. Observando, preparado para derramar sangre.
Los ladrones robaban, e incluso mataban si era necesario, por diferentes razones. Enriquecerse, cobrarse venganza, a veces simplemente querían sacar adelante a sus familias. Había algún iluso que buscaba ayudar a los pobres a costa de los ricos, y algún loco que lo hacía simplemente por el gusto de ver a sus víctimas agonizar.
El asesino miró al ladrón que con manos temblorosas sostenía una pequeña daga en alto. De que poco le serviría. Hacía no mucho el asesino había sido también un ladrón tan vulgar como el que tenía delante, aunque más fuerte, ágil, y valiente. Más trabajador quizás.
El asesino miró al ladrón que con manos temblorosas sostenía una pequeña daga en alto. De que poco le serviría. Hacía no mucho el asesino había sido también un ladrón tan vulgar como el que tenía delante, aunque más fuerte, ágil, y valiente. Más trabajador quizás.
Pero él había demostrado ser diferente. Ahora era Juez. Juez de los ladrones.
Y como Juez debía hacer que ciertas leyes, aunque antiguas, se cumplieran. No se debía robar a alguien demasiado pobre, para no ahogar a la gente más humilde en desgracias, pero tampoco se debía robar a la gente demasiado rica, porque podían destruirlos. Pero sobre todo, un ladrón tenía permitido robar, pero no ser cazado robando.
Este ladrón que debía de matar había roto estas tres reglas, entre muchas otras. Ahora le perseguían nobles y humildes con ahínco para sacarles los secretos, para intentar que confesara sus crímenes, y para que señalara a los otros ladrones que vivían dentro de las murallas de la ciudad. Pero eso no pasaría.
El juez aplicó la ley. El pecho del ladrón se abrió en dos con ayuda del frío acero, tiñendo el suelo de escarlata.
No había sido un asesinato sin avisar, aquella misma mañana el Juez había enviado una misiva al condenado. Una misiva dirigida al ladrón expresamente, con nombre y apellidos en una letra tan roja como la sangre. Dentro de la cual, el aviso con la condena, su firma -la firma del Juez de los ladrones- y el sello de aprobación del Señor de los ladrones, que como todos sabían, era el propio rey.
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